martes, 6 de enero de 2015

Balada para el emigrante venezolano - Jesús Torrivilla

Estos últimos días me ronda la pregunta de si nuestra situación es tan difícil, tan arrecha, si son tan pocas las oportunidades y tan oscuro el presente como para que hayamos decidido que la respuesta a la crisis venezolana sea una sola: irnos del país. Lo digo porque día a día me quedo sin amigos. De esos que llamas a cualquier hora para verlos en la casa. No a los que te encuentras en una fiesta sino con los que vas. Con los que se cuenta la historia de tu vida.

Los veo arreglar sus cosas, armar cajas, regalar libros.

Empezando por mi hermano y, de ahí en adelante, pues todo el mundo, como en una versión invertida de Corman McCarty: No country for young men.

Los dejas ir.

Entiendes que el viaje ya ha ocurrido. Es, como dice mi amiga Patricia Anuel, el final de temporada, toca barrer con el casting, cambiar de locación, True detective. Vienen otras casas, otros desiertos, con suerte otros jardines.

Pasa que a la mayoría les va bien. Son de todas las profesiones, talentosísimos, además, porque son tus amigos. Los ves, los escuchas, y sientes que se han realizado de una forma que no les hubiese sido posible en Venezuela, donde nos contentamos cuando encontramos en la estantería algún cepillo de dientes moderno, por hablar solo de estupideces. Alquilan sus apartamentos, viajan en bicicletas, estudian lo que quieren, con otras posibilidades. Algunos están más solos, pero te preguntan siempre: “¿y cuándo vas a salir tú?”. Como si les escribieras, inmóvil, desde un pantano y ellos saludando, desde las copas de los árboles.

Empieza la extraña nostalgia digital. Fotos, de pronto alguna angustia, un mensaje privado. Empezamos a acumular un stream internacional de estaciones, fríos opuestos, corresponsalías sentimentales. Son muchos: los académicos, los turísticos, los hipsters, los introvertidos. Los que escriben como si estuviesen en una peña en la plaza Altamira. Tazas de café, bares insólitos, otoños. Amigos de otros tiempos, cuyas apariciones suman tristezas al lado azul de la nostalgia. Provoca no tenerlos allí, para escribirles con más frecuencia.

Yo sentía que mi espacio para nuevos afectos era poco, pero veo que tendrá que ser mayor. La amistad también es dependencia y la distancia se parece demasiado a la orfandad.
 
Los veo irse, organizar almuerzos, congelar proyectos, renunciar a sus trabajos y pensar en nuevos. Yo también lo he hecho. Da lo mismo, pienso, ya que todos se han ido, irse también. Sin ellos, esta no es la ciudad que conocimos. Por eso saludamos otras.

Arman sus dos maletas, es todo. Allí se llevan sus veinte años. Queda pensar, durante los próximos, en el afuera que los expulsó.

Dice Santiago Gamboa que nadie se hace (escritor) hasta que sale de casa, hasta que lee, hasta que viaja. Lo estoy parafraseando. Pero así parece desde Caracas. Desde el país con la inflación más alta del mundo y las veinticinco mil muertes violentas al año. Nos pusimos de acuerdo y durante los últimos treinta nos dedicamos a resquebrajar nuestras casas a fuerza de machetazos. Vámonos.

Porque somos pobres, inclusive los que hemos crecido con privilegios. Los que hemos podido estudiar en universidades privadas y viajar. Pobres bienaventurados, como dice Alejandro Castro, porque nunca sabremos “que detrás de la montaña sigue el mundo, tal como lo conocemos”. Esa es, precisamente, la impresión que da cuando los panas aterrizan en otros aeropuertos. Que han llegado al mundo que se merecen.

Venezuela fue un simulacro, el breve privilegio de estar juntos.

Basta cambiar nuestros sueldos a una moneda extranjera para darnos cuenta de que no hemos hecho nada. De que podemos ser la nueva atracción del continente. La isla fosilizada en la que “un médico gana 50 dólares al mes”. Cambiamos barbas por bigotes, las aceras seguras de occidente por un eje del buen vivir. Tenemos el enorme privilegio de ser el idilio de una okupa berlinesa, un catalán enfurecido, un negro de Harlem con un sueño. Vendrán y dirán que los barrios están organizados, que la gente hace colas heroicamente para derrotar el consumo, camarada Lemebel, en este pedacito de cielo rojo. Verán nuestra ciudad en ruinas y dirán que sobre ella se construye un parque, que ellos podrán ver de regreso a casa en un betamax comprado en una feria vintage, libando vino de a euro.

Está bien albergar ese sueño. Son tiempos interesantes. Puede venir acá si pensaba que después del año ochenta y nueve no había más historia. Venga a ver cómo es que se moría de SIDA. Anótense en la lista para que les den cátedra de economía eterna. La plata nueva y la vieja se confunden en el ciclón del dinero venezolano. Venga, pruebe usted, qué se siente comprar dinero caro con dinero barato, vea obrar el milagro venezolano. Hágase una piscina con baldosas de Cruz-Diez usted también, en quince fáciles años.

Perdónenme la tristeza, pero yo todavía creo que volvemos. No les diré qué es lo que tiene que cambiar, pues yo no lo sé ni me gusta ser determinista. Unos dicen que el país tiene que flotar a la deriva, despegarse y aterrizar en un invierno feroz. Otros que estalle la guerra, que se seque el petróleo con la bendición de un Dios que ha leído la teoría de las transiciones democráticas.

Quizás esta sea una tontería pequeño burguesa. Pero es mi historia y la de mis amigos. Se han ido todos en avión, no han tenido que lacerarse los pies en el desierto. No es nada. Nos acercamos, dicen algunos, al millón quinientos mil, quién sabe si a los dos millones antes de que el dos mil baile sus quince años. Los llaman cerebros, los llaman una inversión perdida, nuestro gran fracaso colectivo, su victoria íntima. No sé si son valientes o están locos, pero sé que ya se fueron, aun si no se han ido.