sábado, 11 de abril de 2015

Desiato sobre amor y consumismo - Fragmento

Es un día normal. Reviso mi bandeja de entrada, repleta de correos electrónicos. La capacidad casi a rebosar (y mira que son 11GB). Me dispongo a curiosear una flechita que indica "Última página". Llevo años con mi cuenta de correo electrónico, así que me decido y reviso la última (¿o primera?) página de mi bandeja de entrada. Y he aquí el obsequio que la casualidad me dio. Un obsequio, nada más y nada menos que del 22 de marzo del año 2006 y que nos invita a extraviarnos (hablo como emigrante y a usted, también como emigrante o bien, testigo de la diáspora venezolana que hoy inquieta al país). Venga a conocer:

"Llegué a Venezuela en 1973 al puerto de La Guaira procedente de Italia. Me llevó allí el buque “Doninzetti”, ahora desarmado, tras trece días de travesía atlántica. Recuerdo con claridad que la noche en que nos acercamos a las costas venezolanas veía luces por doquier y el aire cálido, húmedo, oloroso, penetraba en mis pulmones con una sensación absolutamente nueva. El buque fondeó en las afueras del puerto y los pasajeros transcurrieron su última noche de viaje en el puente, asomados frente a esas luces que sugerían un alegre bullicio. Siempre surte cierto efecto mágico vislumbrar la tierra o sentir su cercanía tras tanto mar. La soledad de éste se halla sobrecogida por la presencia de otros seres humanos, libres de moverse por la tierra, no cercados por tanta agua y profundidad. Esa noche imaginé – como europeo – una costa similar a las que había conocido en mi temprana infancia en Italia. Creía que esas luces emanaban de cómodas residencias, casitas de playa, lugares de veraneo donde uno suele pasar unos días de descanso paseando a orillas del mar o en algún malecón. Imaginaba heladerías y cafés, orden, pulcritud, tranquilidad. Pasé una noche inquieta, emocionado como estaba por el inminente desembarque que me habría unido a mi padre.

La mañana siguiente la luz del sol me mostró algo que nunca había visto. Por aquel entonces tenía doce años y no tenía la costumbre de ver noticiarios. En todo caso, en Italia era poco lo que se sabía – o lo que un preadolescente podía saber – sobre la realidad social venezolana. Sólo se decía que era un país joven, rico, portador de esperanza, un país que le había dado cobijo, alimento y un futuro a millares de emigrantes europeos duramente probados por la experiencia de la segunda guerra mundial. Sabía que Venezuela tenía petróleo – mucho petróleo – y que iba a asegurar una vida más llena, más próspera, más hermosa de aquella que podía ofrecer una Italia que ya, gracias a la ayuda económica norteamericana, se estaba recuperando de la guerra, y que, sin embargo, en lo cultural, seguía siendo todavía muy provincial, replegada sobre sí misma y aún no plenamente reconciliada tras la aventura fascista, la caída de la Monarquía y la fuerte presencia de partidos de izquierdas que habían contribuido, conjuntamente con las tropas aliadas, a liberar el norte de la península y que miraban hacia Moscú todavía como quien mira un jefe, a pesar de los dolorosos hechos de Hungría y la ocupación de Checoslovaquia por parte de los tanques soviéticos.

Mi sorpresa fue muy grande cuando el sol caribeño, fuerte, implacable, me mostró un conjunto de casitas, apiñadas, construidas con ladrillos y techos de zinc, algunas pintadas, otras apenas unas chozas, sin poder ver dónde estaban las calles y avenidas que permitían circular entre tales moradas. ¿Adónde habían ido a parar las luces que, tal luciérnagas veraniegas, brillaban con intermitencia la noche anterior? Mi madre y mi abuelo me explicaron que esas casas se llamaban “ranchos” y que allí vivían los pobres. Yo había visto algún pobre mendigar por las calles de la ciudad dónde vivía, pero jamás había visto tanta pobreza junta y, si se quiere, expuesta. E inmediatamente, sin tener la menor conciencia de los problemas sociales y económicos que azotan el mundo, me pregunté cómo hacía esa gente para soportar eso. De forma todavía latente, me sorprendía que no se rebelaran, como había estudiado en los libros de texto de la escuela cuando me habían enseñado, en el nivel que corresponde a un niño, las revoluciones de la historia. Esta disciplina me había cautivado desde el comienzo y recordaba con claridad, algunas páginas relacionadas con la revuelta de Espartaco, el esclavo de los romanos que se rebeló contra la injusticia del mundo. La luz del día me hizo pensar que lo que presenciaba era injusto.

La palabra justicia es una de las primeras que se le enseñan a un niño. Te dicen que el mundo “debe ser justo”, que “hay que combatir las injusticias”, que “los hombres deben ser libres e iguales”, que “todos somos hijos de Dios”. Nada de lo que veía se correspondía a lo que me habían dicho. Entonces, desembarcamos. Había llegado a Venezuela.


***

Con el transcurrir de los años entendí que ese día sólo había puesto pie en suelo venezolano, pero que faltaba mucho para decir que “había llegado a Venezuela”. Para llegar de veras a un sitio, lo debemos comprender. Estar en un lugar, no significa simplemente ocupar un espacio físico y moverse entre su gente. El turismo enlatado nos ha hecho olvidar la realidad del viaje. El turista sabe cuándo llega, dónde va a estar, cuánto tiempo se va a quedar, qué va a ver y, sobre todo, conoce perfectamente el día y la hora del vuelo que lo traerá de vuelta a casa. Viajar significa, en cambio, perderse. No se trata de un extravío simple y llano, sino de perder lo que uno es para comprender el otro, lo que desconocemos, lo que no somos, sin considerarlo de inmediato como “lo otro”, es decir, lo que jamás conoceremos y seremos. No hay viaje sin la experiencia del conocimiento y bien puede decirse que conocer es una forma de viajar. Debe tratarse de un conocimiento que acepte perder sus categorías y ganar otras, un conocimiento que también se pierde a sí mismo porque ha aprendido a conocer de la forma en lo que lo hace quien te hospeda, quien te abre sus puertas y te dice: “Quédate todo el tiempo que desees”. Para conocer de esta forma no hay que tener miedo – yo lo tuve durante mucho tiempo – y hay que saber aceptar la generosidad del otro, lo que no siempre es fácil, porque el don del otro puede ser percibido como una invasión de lo que se es. Los occidentales han colonizado el mundo de muchas formas, con las armas, con la religión, pero también con sus regalos, fueran estos los espejitos que intercambiaban por oro, o cualquier tipo de tecnología, inclusive la médica. Han dado mucho, y recibido poco: han sido recelosos con los dones del otro, porque han tenido miedo. El día en que entendí eso, mi vida cambió. Pero eso forma parte de mi biografía, que podemos dar por concluida a efectos de nuestro texto, una vez que nos ha permitido establecer un primer punto: deseo llevarlos, con todos los que aquí escriben y que acompaño, a conocer a Venezuela para comprenderla desde la distancia analítica a la par que la cercanía afectiva, sin que la primera destruya la segunda y sin que esta última empañe la anterior".

Fragmento de "Desiato sobre amor y consumismo", Primera parte: En busca de la convivencia perdida.