domingo, 28 de junio de 2015

[Testimonios] Venezolanos en el exterior - Ana Bortolussi

Desde No hay fronteras, damos la bienvenida en esta oportunidad a Ana Bortolussi, venezolana que emigró a Argentina, quien nos narra su experiencia desde el exilio.
 
 
«Irte es un gran crecimiento personal, aunque a veces duela
 
Ateneo Grand Splendid - Buenos Aires
 
 
Nombre: Ana Bortolussi.
Nivel de estudios: postgrado.
Lugar de nacimiento: Valencia, Venezuela.
País de residencia: Argentina.
 
¿Cómo nace la idea de emigrar?
Tenía años pensándolo, pero estaba realizando estudios de postgrado y sabía que, de irme, probablemente no ejercería mi carrera, al menos por un buen tiempo. Los
sucesos de 2014, acaecidos en el país, cambiaron todo.
 
¿Trabajabas en el momento de tomar la decisión de marcharte?
Sí, trabajaba en el ejercicio independiente de mi profesión.
 
¿Te costaba encontrar trabajo en tu área? ¿Eran buenas las condiciones económicas?
No, como abogado siempre hay trabajo. El problema radicaba en que, aunque estuvieses cómodo económicamente, eso no se transformaba en poder adquisitivo.
 
¿Cómo está siendo la experiencia de vivir y trabajar fuera de Venezuela?
Agridulce, pero me aseguro a diario que vale la pena. Buenos Aires tiene sus momentos geniales, hay muchas actividades culturales, camino de noche sin miedo y tengo amigos que me han apoyado incondicionalmente; en ese sentido soy más feliz de lo que era en Venezuela. Actualmente trabajo en ventas en un Call Center lo cual es una lección de humildad, te quitas el ego y entiendes que en ese instante eres uno más, no importa qué tan preparado estés. Eventualmente me gustaría trabajar en algo mejor, quizás a futuro en algo relacionado con mi carrera.

¿Consideras que las condiciones, tanto laborales como sociales,  son mejores en tu actual lugar de residencia?
Conseguir trabajo acá no es fácil, pero con un trabajo a tiempo parcial, cubro todos mis gastos (residencia, comida, transporte) ganando menos del sueldo mínimo. Eso es impensable en Venezuela. Socialmente veo similitudes, pero acá hay menos violencia y por los momentos, es un buen sitio para vivir.
 
¿Echas de menos Venezuela? Si es así, ¿qué es lo que más añoras?
Venezuela para mí es un concepto etéreo. Extraño a mi familia, a los amigos que dejé, las cachapas, empanadas, tequeños (platos típicos venezolanos), la playa, el calor...
 
¿Qué es lo que más te gusta de tu actual lugar de residencia?
SEGURIDAD. Camino a las 4am hasta mi casa y hay gente caminando igual que yo. También me agrada que el transporte funcione 24/7.
 
¿Y lo que menos te gusta?
El invierno, me quejo constantemente, ¡jaja!
 
Si las cosas estuvieran mejor, ¿te plantearías volver a Venezuela?.
Probablemente sí, pero creo que pasará mucho tiempo para que haya una mejoría.
 
¿Consideras positiva tu experiencia actual?
Totalmente. He aprendido a valerme por mi cuenta, a apreciar cosas que antes habría dado por sentado. Irte es un gran crecimiento personal, aunque a veces duela.
 
¿Vives con cierta frustración la actual situación venezolana? ¿Sientes impotencia y ganas de hacer algo por Venezuela desde tu actual residencia?
Mi familia sigue en Venezuela, me duele pensar que tengan que hacer colas para comprar productos, o que mis hermanas no puedan salir sin miedo de que algo les suceda. Mi misión en este momento es sobrevivir bajo esta experiencia y buscar establecerme para que ellas puedan venir a futuro. La impotencia por el país se siente a diario, pero, en mi opinión, no creo que podamos hacer mucho desde el exilio.
 
¿Hubieses pensado verte en esta situación hace algunos años?
No. Tenía muchos planes y sueños con Venezuela, pero no quise seguir esperando alguna mejora para empezar a vivir.
 
Por último, un mensaje dirigido a quienes están pensando en la posibilidad de emigrar:
Hay que prepararse y estar dispuesto a trabajar mucho por lo que queremos.
No es sencillo, pero vale la pena.-

domingo, 21 de junio de 2015

El exilio desde adentro - Mariana Goudeth

Continuamos con la labor de publicar en nuestro blog el sentimiento que une a una gran cantidad de venezolanos que manifiestan sus inquietudes y apreciaciones con respecto al fenómeno migratorio actual. Y es así como en el 2015, re-inauguramos esta sección con el testimonio de Mariana Goudeth.
 
 
«Pasamos de ser un país receptor de extranjeros a ser un país del que la mayoría quiere huir».
 
 
Nombre:  Mariana Goudeth
Edad: 27
Profesión: Contador público
Nivel de estudios: Universitario
Lugar de nacimiento: Puerto Ordaz
País de residencia: Venezuela
 
¿Qué opinas acerca del fenómeno migratorio en Venezuela? 
Nos han hecho mucho daño y estas son las consecuencias. Pasamos de ser un país receptor de extranjeros a ser un país del que la mayoría quiere huir. Es deprimente el deterioro hasta de la belleza natural. Venezuela es un país descuidado y maltratado que ya no puede más y su gente lo sabe; por lo tanto, si queremos tener una vida normal tenemos que aterrizar nuestros sueños en otras latitudes, dolor de por medio.

¿Consideras que es beneficioso o perjudicial para el país?
Sin duda alguna, perjudicial. No sé si algún día Venezuela volverá a ser la de antes. Hemos pasado por tanto, todos los días sucede algo que nos golpea directo a las ganas de seguir luchando y el futuro está quedando en manos de jóvenes que tienen la edad de este proceso que nos ha llevado a la destrucción y que no conocen nada más que lo que estamos viviendo.  Entonces, ¿qué nos espera?

Durante los últimos 16 años, ¿has tenido que despedir a familiares y/o amigos que se han marchado de Venezuela?
Sí, la mayoría entre el año pasado y lo que va de este.

¿Mantienes el contacto con ellos? ¿Qué opinas acerca de su decisión de emigrar?
Afortunadamente, puedo mantener contacto diario con ellos gracias a las redes sociales. Con respecto a su decisión de emigrar, creo que fue lo mejor que pudieron haber hecho. Aunque duela.

¿Cómo está siendo la experiencia de vivir en Venezuela cuando una parte importante de la juventud desea irse del país?
Es frustrante. No se pueden hacer planes porque nada es fácil. Con cada paso que das, exigen tanto o más que
los hechizos de las brujas de cuentos: pelo de rana, sangre de unicornio, piel de elefante rosado... Requisitos absurdos sólo para trabar tus trámites y hasta tu vida diaria. La inseguridad en el país da pánico, sales a trabajar en la mañana sin saber si vuelves. La inflación, la escasez... ¿Qué ganas va a tener un joven recién graduado de trabajar para jamás tener la oportunidad de comprarse una casa o un carro? ¿Qué metas va a cumplir? ¿Quién quiere pasar su vida haciendo colas por un paquete de harina? ¿O con la famosa premisa “como vaya viniendo, vamos viendo”? Vivir en Venezuela es vivir en constante estrés.

¿Te plantearías irte de Venezuela?
Ya lo hice y actualmente me encuentro en los benditos trámites.

¿Crees que la idea de emigrar y elaborar un plan migratorio resulta fácil encontrándote en Venezuela?
¡Qué va! Me ha costado una y parte de la otra. Por ejemplo, conseguir el pasaje a un precio que no me quiero ni acordar, la cita para legalizar los documentos, vender mis cosas y el Cadivi (Sistema de adquisición de divisas). No es fácil, hay que ser muy fuerte tanto para quedarse como para irse.

¿Vives con cierta frustración la actual situación venezolana? ¿Sientes impotencia y ganas de hacer algo por el país?
Totalmente impotente. Por el país no sé si queda algo por hacer. Y si queda, a mí no me quedan ganas.

¿Hubieses pensado verte en esta situación hace algunos años?
No. Me sorprendió porque yo vivía más o menos bien y de repente esa situación cambió. 

Por último, un mensaje dirigido a los venezolanos que han emigrado:
Recuerden por qué tomaron esta decisión, si llegaron hasta sus respectivos destinos, no hay nada que no puedan hacer, excepto volver.-

viernes, 12 de junio de 2015

[El exilio desde adentro] El país en ninguna parte. La cicatriz del gentilicio - Aglaia Berlutti

Hace unos días, un amigo chileno me envió una fotografía de su fiesta de cumpleaños: sentado en el suelo de su nuevo apartamento en Santiago de Chile, sonreía, rodeado de una silla vacía y una mesa. La imagen me desconcertó. Hace seis meses emigró desde Venezuela y esta es la primera fecha familiar que pasará a solas. Me pregunté si eso era lo que quería mostrarme con la imagen o si se trataba de alguna metáfora más profunda.
 
— Es un poco Tierra arrasada — le comenté, incómoda. Sacudió la cabeza desde la pequeña pantalla del Skype. — Es el mejor día de mi vida. — ¿Por qué? — ¿Ves todas esas cosas allí? — le mostró la fotografía a la web cam. La había impreso y puesto en un pequeño autorretrato de metal — son fruto de mi trabajo. Lo logré en seis meses. Son mías. Ninguna ley vendrá a confiscármelas, expropiármelas. Ningún malandro vendrá a robármelas. Ningún resentido me insultará por tenerlas. Son mis cosas, ganadas con mi esfuerzo. Eso celebro.
 
Silencio. Conozco bien la historia de mi amigo: hace dos años, la empresa donde trabajaba fue expropiada por “interés mayor” del Gobierno Venezolano. Catorce meses después, fue asaltado y golpeado por dos desconocidos que robaron su portátil, teléfono y también su automóvil. Un mes antes de irse, una de sus vecinas, una ferviente militante chavista, le llamó “hijo de burgueses” en medio de una discusión corriente sobre gastos comunitarios y le arrojó agua caliente en la cara. Al día siguiente, cuando fui a visitarle, preocupada por su salud, me habló por primera vez de sus viajes de emigración. Hasta entonces, mi amigo había confiado — a medias y con cierta preocupación — en una posible mejoría de la situación política y económica del país. Pero esa tarde, con el rostro hinchado y una ampolla de aspecto doloroso en la mejilla derecha, dejó de hacerlo.
 
— ¿Pero a donde vas a ir? — le pregunté. Se encogió de hombros. — A un país normal.
 
Mi amigo dejó atrás un oferta de trabajo cuantiosa, sus padres e incluso a su novia de cuatro años, que decidió no acompañarle a la aventura. Llegó a Chile sólo con el titulo Universitario bajo el brazo, unos pocos ahorros y la promesa de amabilidad y solidaridad de unos cuantos compatriotas. Las primeras semanas, durmió en el sofá de uno de ellos y comió sólo dos veces al día — “hay que ahorrar” me comentó en nuestras breves conversaciones por entonces — y usó la misma ropa varias veces a la semana. Dos meses después, logró obtener una vacante en una pequeña oficina de la ciudad de Santiago. Cinco meses después, pudo mudarse a un apartamento propio.
 
— Comprar una silla y una mesa, no se te olvide eso cuando escribas sobre mi historia — me comenta entre risas. Se le ve más delgado, mucho más adulto pero sobre todo, un hombre que recuperó la autoestima, la confianza en su capacidad para trabajar y creer en el futuro. No sé como responder a eso sin sentirme emotiva, frustrada, asustada, descorazonada. De pronto descubro que la vida en Venezuela, está muy lejos de esas pequeñas satisfacciones, de esas celebraciones cotidianas que dejaron de formar parte de lo corriente casi una década atrás.
 
A veces pienso que los Venezolanos que actualmente rozamos la treintena, somos la última generación que aspiró al futuro en el país. Fuimos quizás, los últimos que asumimos a Venezuela como una posibilidad a construir. Que pensamos en ahorros, en bienes y propiedades como elementos concretos de nuestras aspiraciones personales. Es un pensamiento que te hiere, que te deja a mitad de camino entre el temor y algo más amargo. Y es que cuando comprendes que gradualmente perdiste la capacidad para la esperanza, que el país donde naciste te la arrebató casi por completo, comienzas a cuestionarte sobre cómo sostener el gentilicio como bandera. Como idea esencial de ti mismo. Incluso como reflejo de lo que deseas y sueñas.
 
Unos días más tarde le comenté a Paula (no es su nombre real) sobre la anécdota de mi amigo Chileno. Le hablé sobre la sensación de desarraigo que me produjo la conversación y sobre todo, la profunda tristeza de asumir que la situación Venezolana aplasta cualquiera de mis aspiraciones o al menos, la manera como las comprendo e intento construirlas. Paula es psiquiatra y durante los últimos meses, dedicó buena parte de su tiempo al análisis sobre el efecto emocional que provoca la oleada de emigraciones en la psiquis Venezolana. Un tema confuso, complejo y que sobre todo, es imposible cuantificar de inmediato. Tal pareciera que el dolor de la pérdida, el duelo y el apego están creando una herida nueva en el rostro de un país castigado por la desazón.
 
— Es normal que sólo entiendas el nivel de anormalidad de lo que se vive en Venezuela una vez que entras en comparaciones con otros lugares del mundo — me explica — el fenómeno que ocurre en Venezuela de normalización de la crisis suele ocurrir en momento muy álgidos en la historia de las sociedades y países. En el caso Venezolano, atravesamos una situación que se ha hecho progresivamente más dura e insoportable. Más cruda. Y nos hemos acostumbrado a ella en la misma medida. Soportamos cosas que antes nos parecían impensables. Y seguramente, seguiremos haciéndolo.
 
Tiene razón: durante los últimos quince años, la crisis no sólo se ha convertido en un espiral cada vez más intricando sino que además, ha hecho que la mayoría de los Venezolanos, asumamos que resistir es una manera de conservar cierta cuota de normalidad. Desde las restricciones de horario y movimiento fruto de la inseguridad hasta la escasez, la crisis se ha convertido en un estilo de vida, en una manera de elaborar ideas sobre nuestro cotidiano y la forma como asumimos el miedo. Poco a poco, asumimos la anormalidad como una estructura comprensible, nos amoldamos a ella, la matizamos con justificaciones y excusas. Nos resignamos quizás a lo inevitable del deterioro.
 
Mi amiga J. lo descubrió hace unos meses durante un viaje familiar a Canadá. Me cuenta que le sorprendía lo cotidiano, esa línea de lo común que en otros países se sostiene sobre el bienestar y la tranquilidad de los ciudadanos. Situaciones comunes como comprar en supermercados, caminar a altas horas de la noche, comprar un teléfono celular, le desconcertaron por el mero hecho de haberse hecho inaccesibles en Venezuela. Pero sobre todo, porque de alguna manera, llegó a asumir que ya no formaban parte de su día a día. El pensamiento la lastimó como pocas cosas lo habían hecho en quince años de crisis política progresiva.
 
— ¿Sabes las fotos de Venezolanos en Supermercados? — me dijo después — me reí mucho de ellas, después me molestaron, por último me parecieron humillantes. Pero cuando te sorprende la prosperidad, la bonanza, cosas tan cotidianas, sabes que algo está ocurriendo. Que no se trata del país, se trata de ti mismo. Que lo asumiste, lo comprendiste como parte de tu vida. Eso es traumático.
 
Sin duda lo es. Paula, la psiquiatra, suele insistir que los cambios anímicos, psiquiátricos y emocionales del Venezolano están creando una generación mentalmente exhausta. Me habla sobre el hecho que la mayoría de los Venezolanos sufren de un cuadro clínico de estrés muy pernicioso. Desde la incapacidad para manejar la pérdida, el terror, el miedo, la incertidumbre hasta el hecho que simplemente, no pueden lidiar con la desesperanza.
 
— El Venezolano se acostumbró al terror, al miedo y al vivir al día. Eso te produce una especie de cuadro perpetuo de angustia insuperable. Nada está seguro para ti. Ni lo que tienes ahora o lo que tendrás. Una idea que resulta insoportable, abrumadora. Directamente desmoralizante y al final destructora. El obstáculo llega, lo superas. Lo minimizas. Lo incorporas a tu vida. — Es una especie de ciclo que no termina ¿entonces? — le pregunto. Paula suspira. — No sólo no termina. Se hace cada vez más complicado, complejo y duro.
 
Lo pienso, mientras mi amigo Chileno me habla del lento proceso de readaptación que vive en Chile. Usa esa palabra para definirlo, “readaptación”. Como si luego de sobrevivir por años a un conflicto que fue incapaz de comprender y atravesar, ahora atravesara el largo trayecto de recordar como aspirar a la normalidad. Me cuenta la sensación de sobresalto que aún le produce caminar por las calles una vez que anocheció, la sorpresa que le produce la variedad del abastecimiento en locales y establecimientos comerciales. La relativa calma y tranquilidad que forma parte de la vida cotidiana en la ciudad donde vive. Pero no se trata únicamente de lo cotidiano, sino de algo más complejo y profundo que solo advirtió una vez que comenzó a cuestionarse sobre lo que había vivido en Venezuela. Esa noción de comprenderse como un hombre útil y capaz, de asumir el valor de su trabajo y esfuerzo. E incluso, del mero hecho de considerarse libre.
 
— ¿Sabes lo que es saber que puedo hacer lo que quiera? ¿Decir lo que quiera? ¿Que la ley me ampara? ¿Que tengo los mismos derechos cualquiera sea mi pensamiento político? ¿Que de hecho NO tengo que opinar políticamente para nada? ¿Que puedo mirar a otra parte de mi vida sin tener que planteármela desde algún discurso ideológico, algún proceso político?
 
Sacude la cabeza desde la ventana del Skype. De pronto, parece preocupado, desconcertado. Pero después descubro que sólo se encuentra triste. Un tipo de dolor profundo y sin nombre que yo conozco muy bien.
 
— Me botaron de mi país a patadas. Ni siquiera sabía como me había afectado eso hasta que simplemente lo asumí. A patadas, porque no pude soportar el caos, el todos los días insostenible. Esa angustia que no cesa nunca.
 
Lo vivo a diario. Hace diez años, incluso un poco menos, me habría resultado impensable hacer una fila durante horas para comprar productos de primera necesidad. O incluso, el mero hecho de resignarme a no llevar a cabo un viaje por el simple hecho de resultarme inalcanzable. Pero hablemos de cosas incluso más simples, nada que tenga que ver con el estatus económico o aspiraciones de motilidad social. Hablemos de comprar un libro, comer la comida que me gusta, llevar la ropa que quiero. Incluso algo tan intimo como ejercer mi profesión como lo deseo y la manera que quiero. Comprar equipo tecnológico que me permita madurar como fotógrafo. Acceder al tipo de educación que sueño para llegar al nivel de expresión artística que siempre soñé. Cualquiera de esas posibilidades no existen en Venezuela, no son viables. Están reñidas con esa lucha directa con la Pirámide de Maslow que me deja exhausta y desgastada luego de quince años de enfrentarme a ella.
 
Pero más aún, la situación está en todos los ámbitos, en todas las situaciones. Hace poco alguien en mi Facebook incluyó una fotografía de una comida campestre: una parrillada al aire libre. Había todo tipo de cortes de carne, de bebidas alcohólicas, pan, frutas. Había un grupo de adultos de mi edad reunidos alrededor del fogón riendo. Y de pronto, me pregunté cuándo era la última vez que yo había hecho algo semejante. Cuándo había podido disfrutar de una ocasión semejante, sin preocuparme por la serie de pequeñas implicaciones que supone en Venezuela una situación cotidiana. Sin preocuparme por la escasez, la austeridad, la posibilidad de la inseguridad, la violencia. De reír simplemente entre amigos, disfrutando de una buena comida. Así de simple. Así de limitadas son las opciones que vive las consecuencias de una guerra que jamás sucedió, que no llegó a ocurrir en realidad pero de las cuales vivimos las consecuencias.
 
Porque hablamos de incertidumbre, en un país donde no hay nada seguro. Ni mi futuro, ni mi integridad física, mis aspiraciones, esperanzas, lo que deseo lograr, lo que hago diario. Hablamos de una situación que te arrebata todas las opciones, que te obliga a renunciar a tantas cosas como en una lenta caída de pequeñas máscaras que hasta entonces no sabías que llevabas puestas. Una y otra vez se trata de renuncias, de pequeñas batallas perdidas. De pequeñas aspiraciones rotas que no logras recuperar ni calzar en ningún lugar.
 
— Yo me negué a seguir asustado por lo que pudiera ocurrir después — me dice mi amigo en voz baja — quizás eso me haga un cobarde, un apátrida o simplemente, alguien que no maneja las mismas opciones de la mayoría. No pude más con Venezuela, no pude continuar justificándola. No pude continuar creyendo que podía renacer de sus cenizas.
 
Sacudo la cabeza, no sé que responder. Aprieto los labios mirando por la ventana de mi estudio. No es la primera vez que escucho esas palabras. Es una de las tantas frases sueltas que describen una situación insostenible. De las miles de formas que adopta la crisis económica, política e incluso social en Venezuela, de todos sus rostros. Porque ya no hablamos sobre el dolor de un país rojo, de la huida, de las puertas cerradas, de las limitadas opciones. Hablamos que Venezuela sólo es un recuerdo, una historia que se narra. Una idea que ya no existe. Un país arrasado.
 
Continúo pensando en eso unas horas después. Despierta, en la oscuridad, no puedo dormir. Y de pronto, tengo la sensación que la realidad de Venezuela está en todas partes, que me agobia incluso cuando no lo admito, cuando no lo acepto. Que simplemente también soy una víctima, soy otro de los tantos Venezolanos que comienzan a mirarse como una pieza rota sin un lugar donde encajar. Y me pregunto, hasta cuándo podré sobrevivir — así, llanamente, es lo que hago cada día — y si alguna vez, esa necesidad de sobrevivir dejará de ser suficiente.
 
C’est la vie.